El sol agonizaba sobre la bahía de Corisco, desangrando su luz entre las aguas que habían sido testigos de siglos de disputas. Allí, en la pequeña isla de Mbañe, dos hombres esperaban en silencio el desenlace de una batalla que no se libraba con armas, sino con palabras escritas en tratados y alegatos.
Elián, pescador ecuatoguineano, deslizaba sus manos curtidas por la cuerda de su red. Su abuelo le había contado historias sobre los días en que estas aguas eran indiscutiblemente suyas, cuando los españoles trazaron fronteras que años después serían olvidadas por la codicia del petróleo y el poder.
A unos pasos, Matéo, soldado gabonés, ajustaba su rifle con movimientos mecánicos. No porque esperara usarlo, sino porque le daba algo que hacer mientras la incertidumbre pesaba sobre su espalda. Desde niño había escuchado que Mbañe pertenecía a Gabón, pero en las noches más tranquilas, entre el rumor de las olas, siempre se preguntó si la tierra podía realmente pertenecer a alguien.
—Dicen que hoy la Corte Internacional de Justicia decidirá—murmuró Elián, sin mirarlo.
Matéo exhaló con pesadez. La tierra no decide quién la pisa, pensó, pero no lo dijo.
El viento trajo la noticia como una sentencia tallada en el aire: Guinea Ecuatorial había ganado la disputa.
Hubo un instante suspendido en el tiempo. Elián cerró los ojos, sintiendo que su abuelo, su padre y todos los pescadores antes que él celebraban en ese mismo momento, en alguna parte más allá del horizonte. Matéo, en cambio, sintió un vacío extraño, una especie de derrota que no tenía bandera ni odio, sino el peso de una historia que nunca había sido suya.
Se miraron por primera vez en toda la tarde. No había resentimiento, solo la certeza de que, pase lo que pase, el mar seguiría siendo libre.
—El agua nunca nos separó—susurró Elián.
Matéo asintió. Y sin decir más, dejó que las olas le mostraran el camino de regreso.
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