jueves, 22 de mayo de 2025

Historias jamás contadas

El doctor Mecheba cerró el expediente con un suspiro. La sala de urgencias del Hospital Regional de Bata ardía con el calor sofocante y la desesperación de los pacientes. Frente a él, un hombre de rostro afilado sostenía a su hijo en brazos. El niño temblaba de fiebre.  

—Doctor, mi hijo tiene paludismo —afirmó el hombre—. No tengo dinero para análisis, pero sé que es paludismo. Déle la medicina.  

Mecheba se acomodó las gafas.  

—Entiendo su preocupación —respondió con calma—, pero debo seguir el procedimiento. Sin una prueba, no puedo prescribir un tratamiento. Ahora la enferme le va a administrar un medicamento que le bajara la fiebre. Toma este volante de laboratorio y que le realicen estas analiticas.

El padre del niño frunció el ceño.  

—¿No puede hacer una excepción? ¿Quiere que mi hijo muera?  

—No es eso —replicó Martín—, pero debo cumplir con el procedimiento correcto. Si le doy un medicamento sin confirmación, podría hacerle daño en vez de ayudarle. El tratamiento no se puede dar sin un juicio medico certero.... Y para esto, tienes que realizar las analíticas indicadas en el volante.

El hombre salió de la consulta sin otra palabra. Su marcha apresurada tenía un propósito que el buen doctor no anticipó. 

Horas después, mientras el médico revisaba expedientes, dos policías apuestas y armados como si anticiparon un enfrentamiento armado irrumpieron en su oficina.  

—Doctor Mecheba—gruñó uno de ellos—, está acusado de negligencia médica. Nos ordenaron su arresto.  

Mecheba apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando sintió los grilletes mordiendo sus muñecas.  

A través de los barrotes de la celda, trató de comprender qué había ocurrido. La influencia de un capitán amigo de la familia del paciente lo había sellado en una prisión injusta. La ley, que debía ser su escudo, ahora se convertía en una cadena.  

La noche caía sobre Bata y, con ella, las sombras de una justicia quebrantada. La gente seguía con su rutina en el recinto hospitalario como si nada hubiera pasado. La sala de urgencias seguís atestada de pacientes impacientes y los médicos trabajaban con labios selladas. Todos tenían otro arresto injustificado.

El en barrio de Covadonga, la tímida luz de la bombilla se filtraba por las persianas del pequeño apartamento que alquilaba el Dr. Mecheba. Isabel Nchama, su esposa preparaba la comida mientras su hija, Lucrecia, terminaba su tarea en la mesa. Mecheba siempre les decía que la educación era la única herramienta que realmente podía cambiar vidas.  Pero esa noche, la rutina se quebró con una llamada que heló la sangre de Nchama.  

—¿Qué dices? —murmuró al teléfono, su voz temblando—. Eso no puede ser verdad...  

Sin poder creerlo, salió corriendo al hospital. Allí, los murmullos se entretejían como sombras.  

—Dicen que el doctor Mecheba está en la cárcel —susurraban las enfermeras—. El padre de un niño lo denunció por negligencia.

Cuando Isabel llegó a la comisaría, vio a su esposo detrás de los barrotes. Su rostro, normalmente sereno, ahora estaba marcado por la fatiga y la incredulidad.  

—No entiendo, Isa —susurró Mecheba—. Solo seguí el protocolo.  

Ella apretó los labios. Sabía que no era cuestión de protocolos, sino de influencias. El padre del niño tenía un cuñado con conexiones en el ejército. Con una simple llamada, transformó su frustración en poder.  

Los días en prisión se hicieron eternos. Lucrecia preguntaba por su padre cada noche, incapaz de comprender la injusticia. Nchama luchaba por encontrar un abogado que se atreviera a enfrentar la acusación. Pero en una sociedad donde la justicia podía torcerse al capricho de unos pocos, todo parecía inútil.  

Un mes después, la verdad comenzó a desmoronar las mentiras. El niño no se mejorana por muchos tratamientos que su padre le buscaba en farmacias de dudosa reputación, y había sido llevado a otro médico, quien, después de un análisis, confirmó que el problema no era paludismo, sino una infección viral que requería otro tratamiento. La noticia llegó a oídos de un juez menos influenciado, que ordenó la liberación inmediata del buen doctor.  

Cuando el doctor cruzó las puertas de la prisión, abrazó a su esposa e hija con una mezcla de alivio y desconfianza en la justicia que había jurado defender.  Pero la herida de la injusticia no se cerraba fácilmente.  

Esa noche, mientras cenaban juntos por primera vez en semanas, Martín dijo con voz firme:  

—Si la ley no protegió a un médico que solo quería hacer su trabajo, ¿cuántos más deben sufrir lo mismo?  

No hubo respuesta, solo el silencio de una familia que entendía que, aunque el encierro había terminado, la lucha por la verdadera justicia apenas comenzaba.  


Luis NSUE MIA 


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