sábado, 7 de junio de 2025

Desde la cama de la enfermedad.

El sonido monótono del ventilador no lograba acallar el eco de su propia respiración. Su pecho subía y bajaba con dificultad, como si cada bocanada de aire fuese un susurro de despedida. A su lado, la máquina emitía un pitido intermitente, recordándole que aún estaba ahí, atrapado en un cuerpo que agonizaba.  

Sabía que nadie vendría. Su madre había girado el rostro con desprecio cuando los médicos le confirmaron que tenía VIH. Su padre ni siquiera se molestó en escupirle una última ofensa; simplemente desapareció. Su hermano, aquel con quien compartió juegos de infancia, lo miró como si fuera un espectro ajeno, un parásito que merecía ser arrancado de la familia. Y así, quedó solo en una cama de la Unidad de Referencia de Enfermedades Infecciosas, esperando el desenlace.  

Había aprendido demasiado pronto que sobrevivir exigía sacrificios. Desde aquella noche en que fue expulsado de casa, había recorrido las calles de Bata, buscando algún rincón donde el hambre y la vergüenza no lo alcanzaran. La prostitución no fue elección, sino sentencia. Algunos hombres querían el secreto que su cuerpo podía ofrecer, y él aprendió a negociar con lo único que tenía. Lo que no supo fue cuánto costaría.  

Sus dedos delgados se aferraban a la sábana. Había escrito poemas en noches de soledad, versos que hablaban de un hogar imposible, de un amor sin culpa. Pensó en aquellos versos ahora, cuando su voz no tenía fuerzas para recitarlos.  

En medio de esta atmosfera, la enfermera entró en la habitación. Sus ojos mostraban un cansancio comprensivo, una tristeza que no necesitaba palabras. Le acomodó la almohada, ajustó la vía intravenosa. No era familia, pero al menos no lo miraba con desprecio.  Finalmente, corrió la cortina de la ventana para dejar entrar un rayo de luz tembloroso. En ese instante, quiso creer que la vida no lo había olvidado del todo, que quizás, aunque fuese en su último suspiro, alguien en el mundo lo recordaría sin juicio, sin miedo.  

Los días transcurrían con la lentitud de una vela consumiéndose. En el hospital, el tiempo no existía, solo el ritmo de las máquinas, el murmullo lejano de enfermeras y la certeza de que el mundo seguía moviéndose más allá de esas paredes.  

En el cielorraso, la luz blanca de la lámpara parpadeaba débilmente sobre su rostro, como si el universo dudara entre seguir iluminándolo o dejarlo hundirse en la oscuridad.  El aire de la UREI era frío, clínico, carente de cualquier vestigio de calidez humana. A su alrededor, los monitores repetían el mismo ritmo constante, un sonido mecánico que contrastaba con la fragilidad de su cuerpo. No había visitas. No había nombres que preguntar en la recepción. No había manos que sostener en los momentos de mayor dolor.  

Antes de llegar aquí, la vida había sido una sucesión de despedidas y negaciones.  Recordaba el día en que su madre le gritó que era una vergüenza, cuando su padre se negó a mirarlo, cuando su hermano—su amigo de infancia—le cerró la puerta sin una sola palabra. Pero lo que más dolía no era el abandono, sino la certeza de que nunca había sido realmente visto. Para ellos, su existencia había sido un error, una nota discordante en la estructura familiar que debía ser corregida, borrada.  

Las calles de Bata le enseñaron que sobrevivir no siempre tenía que ver con vivir. Las noches eran largas, llenas de rostros que lo miraban sin verlo, de caricias vacías a cambio de dinero. Cada encuentro era una transacción, cada mirada un acuerdo silencioso de necesidad y desprecio. Había aprendido a fingir, a sonreír sin sentir, a existir sin reclamar nada más.  Hasta que su cuerpo se quebró. Hasta que la fiebre se convirtió en su compañera constante.  

Las últimas semanas en el hospital fueron un desfile de preguntas sin respuesta. “¿Cómo te contagiaste?” “¿Dónde están tus padres?” “¿Por qué estás solo?” Pero ninguna pregunta iba acompañada de verdadera preocupación. Eran palabras protocolarias, frases lanzadas al aire por médicos y enfermeras que, aunque no le deseaban mal, tampoco le ofrecían más que un espacio para esperar lo inevitable.  

Solo una enfermera parecía ver algo más en él. Se llamaba Eugenia. Cada noche, antes de apagar las luces, le hablaba con una voz baja, íntima. Le contaba historias de su infancia, le decía que el mundo era más grande que el dolor que él había conocido.  “Alguna vez quise ser escritora”, le confesó en una de esas noches.  Él, en un hilo de voz, le respondió que alguna vez quiso escribir poemas.  Eugenia le sonrió con tristeza.  “No estás solo,” le dijo entonces, y él quiso creerle.  

El amanecer trajo consigo una neblina tenue, un frío que se filtraba a través de las ventanas y le recordaba que el tiempo seguía avanzando, aunque él se sintiera atrapado en su propio ocaso.  

El mundo no cambiaría por él. Sus padres no volverían. Su hermano no aparecería en la puerta del hospital. Pero en esa habitación, por un instante, alguien lo reconoció. Alguien le devolvió el derecho de ser visto.  

Cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, se permitió imaginar que aún quedaba algo más allá de la sombra.  

Eugenia era la única que le hablaba como si aún tuviera futuro. No le preguntaba cómo contrajo el virus, no hacía las preguntas llenas de lástima con las que otros intentaban aliviar sus propias culpas. Le hablaba de cosas pequeñas: del sol entrando por la ventana, de los libros que quería escribir, de la ciudad que algún día soñaba recorrer.  

Una noche, mientras le ajustaba la manta, le dejó sobre la mesa un cuaderno gastado.  

—Para cuando quieras escribir.  

Él lo miró con incredulidad. Sus manos, débiles, lo tomaron con cuidado. Acarició las páginas en blanco y sintió el peso de un regalo que iba más allá del objeto. Era la posibilidad de contar su historia antes de desaparecer.  

Las primeras palabras salieron torpes, llenas de pausas. Escribió sobre las calles que lo acogieron cuando su casa le cerró las puertas, sobre los rostros fugaces de aquellos que lo habían usado, sobre la fiebre que lo arrastró hasta esa cama. Pero también escribió sobre Eugenia. Sobre la forma en que su voz hacía que el dolor se sintiera menos absoluto.  Sobre cómo, en medio de la oscuridad de la UREI, había encontrado una luz que no esperaba.  Cada noche, cuando ella entraba, le leía un fragmento. Primero tímidamente, después con más firmeza, como si las palabras fueran el único puente que aún lo conectaba con la vida.  

—Quiero publicar tu historia —dijo Eugenia una madrugada, con los ojos brillando bajo el reflejo tenue de la lámpara.  

Él rió, aunque su risa apenas fue un soplo de aire.  

—¿Quién querría leerla?  

—La gente necesita saber.   

Sintió un nudo en la garganta. Durante años, había sido invisible. Ahora, en esas hojas ajadas, su existencia tomaba forma, adquiría un lugar en el mundo que le negó todo.  El amanecer llegó con un cielo teñido de rojo. Por primera vez, no sintió que la noche se había llevado otro pedazo de él.  Eugenia había leído su historia. Y eso significaba que había existido.  



Historias jamás contadas 
Por: Sakul NSONO 
Bata: 7 de junio 2025


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