Lo trajeron una mañana sin sol, como si el cielo supiera que no merecía ceremonia. Flaco, con los ojos perdidos en algún lugar que nadie alcanzaba, caminaba como quien no espera nada. No saludó. No pidió nada. Solo se sentó en el rincón más oscuro del barracón y empezó a murmurar.
—¿Qué dices, loco? —le preguntó un joven de 22 años, un ladrón de poca monta que cumplía condena por robo a mano armada. El tipo estaba más perdido que un fumador de iboga en su despertar matutino, tras las ceremonias y rituales de buti
—Estoy hablando con el aire. Él sí me escucha.
Desde el primer día, supimos que no encajaba. No por su aspecto, sino por su lengua. No hablaba bien. O mejor dicho: hablaba demasiado, pero mal. Cada palabra suya era una piedra lanzada sin dirección. Grosero sin intención, ofensivo sin cálculo. Decían que no sabía razonar. Que no entendía las reglas. Que insultaba sin saber que insultaba. Pero yo, que lo observaba desde el catre de arriba, empecé a notar otra cosa.
Su lengua era torpe, sí. Pero también era otra cosa. Un idioma que no cabía en los moldes del juez ni en los pupitres de la escuela. Una mezcla de proverbio, insulto y poesía rota.
El comisario, un hombre de 57 años que hacía el papel del juez, lo llamó bestia y torpe, cuando lo juzgó en su pequeña oficina de la comisaría de Mondoasi.
Tras el improvisado juicio, fue trasladado a la cárcel pública, dónde los guardias lo golpeaban, no tanto por sus delitos, sino por su lengua afiliada. Los internos lo evitaban por miedo. Pero yo empecé a escribir lo que decía. Y descubrí que su locura era un idioma que nadie quiso aprender.
Decían que en su juicio, no supo defenderse. Que cada palabra suya era una ofensa al comisario. Escuché a un guardia comentar a su compañero que el dijo:
—Si me preguntan si robé, diré que sí. Pero si me preguntan por qué, tendrán que escuchar mi historia.
Dicen que el ayudante del comisario se estalló en risas pero lo mandaron a callar de inmediato.
El guardia repetía una y otra vez a su compañero que aquel joven era lo peor que uno podía encontrase en las calles de Bata. Comentó, finalmente, que lo condenaron por desacato, por grosero, por peligroso. Pero nadie escuchó su relato. Nadie leyó sus metáforas. Nadie entendió que su lengua no era arma, sino espejo. No hubo un juez. No hubo un juicio, solo un comisario, un delito y una escusa.
Con él pasamos dos semanas y en una noche, se fue. Nadie sabe si lo trasladaron o si se evaporó. Solo quedó su catre vacío y una frase escrita con sangre en la pared:
“No me entiendan”
Por: Sakul NSONO
Bata: 6 de octubre 2025

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